Era la noche posterior al 9 de av, y el servicio recién había concluido. Tenía hambre y estaba cansado, listo para regresar a mi hogar, hacer la havdalá para mi familia y finalizar el ayuno.
Me subí al auto y lo puse en marcha. Algo andaba mal. El auto hacía un ruido tremendo. Sin duda una de las ruedas estaba pinchada. No podía ir a ningún lado.
Lo bueno es que mi hogar se encuentra a unos pocos minutos a pie de la sinagoga, por lo que decidí dejar el auto donde estaba y ocuparme de él a la mañana siguiente. Eso significaba que mi lunes sería un poco más agitado, pero así es la vida.
Luego del servicio matutino me dispuse a llamar al auxilio mecánico y explicarles cual era el problema. Enviaron a un mecánico para que se encargara. Finalmente, el auto debió ser removido por la grúa, ya que no contaba con un neumático de repuesto. Pensé para mis adentros: “Más tiempo perdido”.
Pero mi frustración pronto se convirtió en alegría cuando el mecánico me saludó con un afectuoso “¡shalom!”.
Le pregunté al darle la mano: “¿Es usted judío?”.
El mecánico, cuyo nombre, bordado en su uniforme, era Nick, me respondió con una afirmación.
Entonces me aventuré a decirle: “Ya que se encuentra aquí en la sinagoga, ¿no le gustaría ponerse los tefilín?”.
Nick me confesó que jamás lo había hecho. Es más, ni siquiera había celebrado su bar mitzvá.
Entonces, dejamos el auto fuera y entramos a la sinagoga para que Nick se pusiera los tefilín y tuviera una improvisada ceremonia de bar mitzvá.
Dicen que todo ocurre por algún motivo, aunque a veces no sepamos exactamente cuál es. Ahora sé por qué mi auto se averió la noche posterior al 9 de av.
El motivo era Nick.